Escribo. Escribo que escribo.
Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo.
-Salvador
Elizondo.
El Vitral
Por: Alejandra Cárdenas
Christian
despertaba rápidamente de un sueño presuroso. Los tenues y confusos juegos de luces
de un próximo amanecer, se colaban por los barrotes blancos de su ventana, y
llegaban hasta las cortinas casi transparentes que adornaban su habitación.
Las 5 de la
mañana, era la hora precisa para despertar. El amanecer se acercaba más y más
rápido, como si éste se preparara para infectar con sus rayos de vida a todo
aquél que se encontrara a la intemperie.
Un amplio vitral
de colores adornaba la sala de Christian, él se guiaba lentamente en la
oscuridad de una próxima alborada, hasta llegar a esa gruesa y lisa superficie.
El vitral
recordaba a uno mil veces mencionado por su papá, que estaba lleno de
colores. Él siempre le contaba que esa obra maestra estaba lejos, muy lejos de
su casa, colocado en una iglesia situada al otro lado del mar. Las personas se
tomaban fotos en las que el vitral era el paisaje, o fotografiaban únicamente a
éste, por su gran belleza e importancia histórica.
La luz de día
comenzaba a atravesar la versión local de su pedazo de historia, lo sabía
porque, al estar parado frente a él, el calor le penetraba lentamente su
cuerpo, desde los pies, subiendo por las rodillas, deteniéndose un poco en el
estómago, pasando por su corazón, y finalmente, sus ojos.
Su mamá le había
explicado en incontables ocasiones, que el calor de los rayos del sol era de
color naranja, pero que en otras partes del mundo podía ser de otros colores.
En Inglaterra,
por ejemplo, una ciudad al otro lado del mar, así como la del vitral, el calor
solar era de un color gris pálido, ya que las nubes que siempre rondaban esa
metrópoli le servían como filtro.
Cerca de la
selva, como en Mérida, una ciudad rodeada de ríos, su calor era amarillento, ya
que hacía juego con los verdes brillantes de los árboles y la vegetación.
Por eso en el
desierto, donde Christian vivía, el calor del sol era anaranjado, ya que así se
podían pintar las dunas de tonalidades canela y los atardeceres de matices
tornasol.
-Por eso es que
tu piel es de color canela, porque hace juego con los rayos anaranjados de este
sol- le decía su madre, tratando de explicar con hechos mágicos, disfrazados de
científicos, la herencia genética que estaba condenado a cargar.
-El calor del
sol, es de color naranja...- se repetía Christian en murmullos.
A lo lejos,
escuchó un ruido de pasos, probablemente fuese Eréndira, que se despertaba para
hacer el desayuno. Hizo caso omiso a los ruidos y siguió absorbiendo, siempre
frente del vitral, los rayos que lo atravesaban y llenaban de colores su
pequeño cuerpo.
-¡Ay niño!,
¿Cuántas veces te he dicho que no te pongas enfrente de ese vidrio?- dijo
Eréndira, enfundada en una amplia bata de dormir - Se te va a meter toda esa
luz a los ojos y ya no te va a dejar ver de lo encandilado que vas a quedar-
sentenció.
Cristian balbuceaba un poco para dar explicaciones, jugaba
a no parpadear el mayor tiempo posible, para poder ver de lleno toda esa luz
naranja.
Eréndira lo miró con desdén, entendiendo algo como:
-Ahorita regreso a la cama-.
Una vez satisfecho de tanta luz, hizo memoria de sus pasos
y regresó a su cuarto. Su papá iría a despertarlo en unas cuantas horas.
Ese era el momento más feliz del día, pues era el único en que lo podía ver.
Algo que los adultos solían llamar trabajo, le arrebata al niño la alegría de
corretear tras las largas piernas de dos adultos, de quienes cada vez se hacían
más nebulosos sus rostros.
La rutina se repetía a diario, así como la luz que
atravesaba el vitral y llenaba de colores los ojos de Cristian, que cada día
lograba permanecer un segundo más sin parpadear, ante esa enceguecedora luz
naranja.
Con
los años, el calor del sol se fue volviendo grisáceo y lleno de nebuloso
filtros lechosos, hasta que un día, sin más, se congeló.
Eréndira
despertaba lentamente de un sueño varias veces interrumpido. Los tenues y
confusos juegos de luces de un próximo amanecer, entraban por los barrotes
blancos de su ventana, y llegaban hasta su rostro, molestos, tan molestos que
la obligaban a levantarse para no tener que ser encandilada por ellos.
Las 5 de la
mañana, la misma hora en la que hacía más de 30 años se había obligado a
despertar para empezar el día y las labores. El amanecer, el preludio de una
larga jornada, se acercaba más y más rápido, y Eréndira deseaba que pronto
acabaran las horas de luz.
Nunca se había
acostumbrado realmente a esos cielos tornasoles
de destellos rojizos y anaranjadas de aquél desierto. Extrañaba las
pantallas azules y llenas de nubes blancas como borreguitos de su natal
pueblito, de la que la habían arrancado hacía tantos años, que ni siquiera
recordaba su nombre.
Enfundada
aún en su bata para dormir, bajó las escaleras hasta la sala, y cual espejismo
de vidas pasadas, se vio a si misma diciendo entre bostezos y ensoñaciones:
“Se te va a meter toda
esa luz a los ojos y ya no te va a dejar ver de lo encandilado que vas a
quedar”
Contuvo
la sorpresa en su boca, gracias a los aún buenos reflejos que su mano alcanzaba.
Christian, el pequeño Christian, brillaba a la luz del vitral, que le coloreaba
de mil y un tonalidades el lienzo de su piel canela.
-Ahorita regreso a la cama- lo oyó
balbucear desde su posición preferente.
Lágrimas
azules, como aquellos cielos llenos de borreguitos, corrieron por los ojos de
Eréndira, hasta sus labios.
Las
esporádicas nubes de febrero, cubrieron momentáneamente la alborada, y de
regreso a su habitación, en el encuentro de las escaleras con Eréndira,
Christian le devolvió una mirada ausente, gris, lechosa, y llena de nubes, como
el cielo que en ese momento reflejaba el vitral.
El portazo
que dio él al entrar a su cuarto, despertó a Eréndira de su regresión, quien
bajaba ya las escaleras, mientras sentía el gusto salado de las lágrimas entre
sus labios.
Un poco a
tropezones, pues había dejado tirada las sábanas en el suelo, Christian regresaba
a recostarse tras un sueño presuroso que lo había dejado inquieto.
Luces,
destellos, calor, formas, algunos gestos y dos pares de piernas interminables
se habían posado en su mente, lo habían dejado tan confundido, que un frío
interminable le había llenado los huesos.
Los años en
que el calor naranja del sol podían reanimarlo habían desaparecido, sólo
quedaba la sensación que producía al posarse frente al vitral. Tampoco esperaba
más la visita de su padre. El trabajo y la genética que él mismo estaba
condenado a cargar, habían terminado por separarlos por completo.
El frío,
ese tiempo y espacio en que el calor del sol no puede llegar, no estaba en el
ambiente, sino en su mente, y sospechaba que también en su corazón.
Dos
vitrales grises se habían posado entre su vista y los rayos de luz. Cada año se
hacían más opacos, cada año el frío lo azotaba con mayor fuerza, casi, juraba
él, hasta dejarlo inmóvil.
-El calor del sol, es
de color naranja…- murmuró hasta quedarse dormido, sin tener noción de cuando
iba a despertar.
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